jueves, 3 de mayo de 2012

Sobre el pecado, la culpa y el perdón

En la época en que vivimos, pocos conceptos han sido tan desfigurados y tan tenidos en poco como el de pecado. Para muchos esto es una idea anticuada, cargada de reminiscencias pueriles, impropia de personas maduras. No faltan quienes se burlan de él o lo ven como un freno para privar al ser humano de sus goces más sabrosos. Para ellos, Dios, con su condenación de todo lo pecaminoso, es un aguafiestas. Sin embargo, nada hay más real, más serio y más grave que el pecado. Prescindamos por un momento de nombres y conceptos y echemos una ojeada al mundo en que vivimos. Y ¿qué vemos? Ambiciones sin cuento, soberbia, violencia, opresión, insolidaridad, injusticia... Como consecuencia, guerras, incremento de la pobreza, violencia familiar en multitud de hogares, infidelidades, relajación sexual; frecuentemente, en muchos lugares, vulneración de los derechos humanos más fundamentales. Llámese a todo eso como se quiera: imperfección en el proceso evolutivo de la humanidad, incultura, estructuras sociales ineficaces. La Biblia lo incluye todo bajo una sola palabra: pecado. Esencia y universalidad del pecado La Biblia es explícita cuando afirma que el pecado es «transgresión de la ley» (1 Jn. 3:4). Así se ve en el primer pecado cometido en el mundo. Dios, al crear la primera pareja humana, la había rodeado de todo lo necesario para su felicidad. Pero al disfrute de innumerables placeres había impuesto un límite: no podrían comer del fruto prohibido (Gn. 2:16-17). Muchas personas piensan que las prohibiciones de Dios cercenan la libertad plena del hombre. Pero ya se vio lo que sucede cuando el hombre hace mal uso de su libertad. El desastre en el Edén no pudo ser mayor. En realidad, los mandamientos divinos son comparables a los carriles de la vía férrea. Lejos de limitar la velocidad del tren, la facilita; salirse de ellos equivale a una catástrofe. Y catastrófico es el estado del mundo desde que el hombre decidió usar su libertad para desobedecer a su Creador. No debe pensarse, sin embargo, que el pecado fue el problema de un individuo que arrastró en las consecuencias de su transgresión a toda su descendencia, pues, como dice el apóstol Pablo, «todos pecaron» (Ro. 5:12). Y «por cuanto todos pecaron, todos están destituidos de la gloria de Dios» (Ro. 3:23). No faltan quienes se resisten a aceptar estas afirmaciones bíblicas. Muchos se consideran «buenas personas» que no han hecho nunca mal a nadie. ¿Cómo puede Dios condenarlos? Pero si pensamos que pecado es no sólo el acto prohibido, sino también las actitudes de enemistad (Mt. 5:23-24), la palabra hiriente (Mt. 5:22), la mirada lasciva (Mt. 5:27-28), ¿quién puede considerarse justo y sin tacha? Penetrante como un dardo en la conciencia fue lo dicho por el Señor a los hombres que acusaban a una mujer de adulterio manifiesto: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn. 8:7). El aguijón de la culpa Si el pecado es el acto de transgresión de la ley divina, la culpa es la carga de responsabilidad que recae sobre quien lo comete. Tan antigua como el ser humano es la tendencia a descargarnos de esa responsabilidad. Ya al principio, cuando Adán y Eva habían desobedecido y fueron interpelados por Dios, no reconocieron que la infracción de su ley era fruto de su codicia. Buscaron chivos expiatorios para librarse de culpa. «La mujer que me diste» dijo Adán; «la serpiente», dijo Eva. Es que el reconocimiento de la Pensamiento Cristiano Página 1 de 4

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